Sería una villanía entrar en polémica con alguien que ha muerto y no tiene los elementos para poder responder a cualquier tipo de imputación. Estoy convencido de ello. Lo estoy también de que la enfermedad terminal de Alfonso Lujambio tiene implicaciones de naturaleza pública que no deben ser colocadas en el umbral de la invisibilidad bajo la coartada de que por haber fallecido sus acciones se han convertido en “buenas”. No lo creo y véase por qué afirmo lo anterior.
Primero. El tratamiento mediático de la lamentable muerte de Alonso Lujambio consistió, en sus grandes trazos, en una operación que permitiera poner debajo del tapete los ilícitos en los que probablemente se incurrió en el manejo del tratamiento médico de su cáncer de médula ósea y su candidatura plurinominal al Senado de la República por el PAN. Se prefirió, en gran medida, ponderar sus virtudes (que no regateo, por cierto, ninguna) sobre cualquier falta. Esto pone de relieve la doble moral que practica con gran desparpajo buena parte de clase política mexicana.
No pongo en duda las credenciales de Lujambio. Reconozco que fue una persona con una sólida formación académica y tuvo iniciativas que favorecen a la sociedad, como la adición del segundo párrafo al artículo 6º constitucional en materia de transparencia, de cuya aprobación fue protagonista junto con Ricardo Becerra. Lo anterior, empero, no es un salvoconducto histórico para que sus errores se hayan redimido como si viviéramos en una sociedad religiosa.
Segundo. El tema de fondo no es ni lo ha sido la capacidad profesional de Alonso Lujambio, sino el uso de recursos públicos para fines ajenos a los que están destinados y lo cual lastima a grandes porciones de la población como lo pone de relieve la lectora de Proceso Verónica Escutia en la sección de cartas al lector (Proceso edición 1871) quien brinda un doloroso testimonio de vida de quien no tiene el poder a su servicio, como sucede también miles de ciudadanos de a pie.
Además de Lujambio, el secretario de la Función Pública, Salvador Vega Casillas y el propio presidente Calderón son corresponsables de desvió de recursos del erario y de daño patrimonial al Estado. No es, por supuesto, sólo una conjetura u ocurrencia mía. El gasto público utilizado para mantener con vida a Alonso Lujambio rebasa con creces las posibilidades de un servidor público, incluso de un secretario de despacho, como lo fue en vida Lujambio.
Así, por ejemplo, el secretario de Hacienda y Crédito Público, José Antonio Meade, además de los servicios del ISSSTE a que tiene derecho, cuenta como prestación adicional con un seguro de gastos médicos. De acuerdo a su póliza con Metlife por evento tiene una cobertura máxima de 622, 710 pesos. Es posible lo que se denomina la potenciación del citado seguro hasta por un tope equivalente a tres veces la cantidad citada, con cargo al servidor público.
Si aceptáramos que Lujambio hubiera tenido la máxima potenciación; es decir, casi dos millones de pesos. (Artículo 29, fracción IV del Acuerdo mediante el cual se expide el Manual de Percepciones de los Servidores Públicos de las Dependencias y Entidades de la Administración Pública Federal) no le alcanzarían jamás para estar 8 meses en Estados Unidos en cualquiera de los hospitales de mayor reconocimiento en cáncer de médula ósea, que costaría al menos 20 veces más de la cobertura del seguro médico de Lujambio, sin contar hotel, alimentos y viáticos para su familia, y suponiendo, además, que tuviera cobertura total en el extranjero.
Un seguro para atender padecimientos como el cáncer de médula ósea implica el pago de una prima anual entre 45 mil y 55 mil dólares americanos. En otras palabras, ni erogando el 100 por ciento de su sueldo, Lujambio hubiera podido pagar una prima de esa cantidad. Este seguro, además, no incluye avión privado ni hospedaje ni alimentos para familiares y ayudantes, sólo los gastos médicos. ¿De dónde salió el dinero para pagar el tratamiento médico infructuoso de Alonso Lujambio? ¿No hubiera sido bueno que el gobierno aclarara estos datos para evitar especulaciones?
Tercero. Otra vertiente del caso Lujambio es la política de la que había sido un gran practicante. Ese conocimiento pragmático se vino abajo en el último año de su vida. El Partido Acción Nacional a sabiendas de que Lujambio padecía una enfermedad terminal lo postuló como candidato plurinominal al Senado de la República. Eso no es ilegal, pero sí inmoral. Un partido mínimamente democrático debe tener un compromiso básico con sus electores, al menos para guardar las formas. El PAN con Lujambio hizo gala de cinismo y con la aquiescencia del propio ex secretario de Educación hizo que renunciara voluntariamente a su legítimo derecho a la propia imagen para mostrarse a propios y extraños como una sombra gris de lo que fue. Ni un mes Lujambio atendió su compromiso con sus electores y su trabajo en el Senado. Por sus limitaciones en su sistema nervioso central, Lujambio fue nombrado secretario de un Instituto senatorial que cumple funciones testimoniales.
Salvo una, en todas las sesiones ordinarias del Senado fue exonerado de su obligación de asistir debido a su delicado estado de salud. ¿Por qué Lujambio sabiendo con precisión que no podría cumplir la función de Senador aceptó ser postulado? ¿Por qué el PAN que en sus líneas de Doctrina prioriza la ética como una forma de actuar postuló a Lujambio? ¿Nunca se le ocurrió al PAN que los electores requieren de candidatos sanos para que puedan ejercer cargos públicos? Es necesario que de esta trágica experiencia se puedan extraer lecciones que permitan regular estas hipótesis haciendo las reformas necesarias al Cofipe y adicionando el artículo 41 constitucional. Bien decía Santayana, que quien no conoce su pasado está condenado a repetirlo. El sentido común y las prácticas de ética mínimas se han perdido en México. Hay que encontrarlas.
(*) Opinión del especialista en asuntos de transparencia y libertad de expresión e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, Ernesto Villanueva
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