=Por Jesús González Schmal=
Todos recordamos horrorizados en las redes sociales inicialmente, y después en la prensa, el caso de una niña en el poblado de Mingora Pakistan, que el día 9 de octubre de 2012 fue baleada en la cara cuando se dirigía a su escuela. Su nombre es Malala Yousafzai, su rostro infantil destruido por las balas de enloquecidos extremistas presumiblemente talibanes, que la atacan porque Malala defendía el derecho a la educación que está restringido para las mujeres porque distorsiona el papel al que están predestinadas, de ser objeto de las decisiones familiares y no sujetos libres, en sus propias vidas.
Malala fue protegida por la solidaridad internacional porque tuvo que huir de su pueblo y, finalmente logró su recuperación en el hospital Reina Isabel de Birmingham en Reino Unido. Hoy Ban Ki-moon Secretario General de las Naciones Unidas la ha acogido para que con el auspicio del organismo mundial, la hoy adolescente de 16 años, cumpla la misión que ha escogido para su vida que no es otra que la de garantizar que no haya una sola criatura en el mundo que no tenga acceso a la educación suficiente y de calidad certificada. En absoluta comunión con los postulados de la Declaración Universal de los Derecho de San Francisco de 1945 que, en su artículo 25 reza: “Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria”.
La niña paquistaní estará, a partir de su discurso en el seno de la Asamblea de las Naciones Unidas del pasado 12 de julio, recorriendo el mundo para hacer que la criminal visión de quienes piensan que el respeto al derecho a la educación es opcional para los gobiernos o grupos de poder, porque le temen a la liberación de los prejuicios y al pleno ejercicio de la dignidad humana, cambien hacia el reconocimiento de que jamás sea cuestionada la responsabilidad del estado en garantizar el acceso a la enseñanza escolar.
La educación es un derecho humano ratificado y consagrado también como un objetivo del Desarrollo del Milenio (ODM) y como factor crucial para el entendimiento mutuo y la ciudadanía mundial. Por ello, en la reunión del 12 de julio los diplomáticos acreditados en las Naciones Unidas cedieron su sitio en el recinto de la organización para que jóvenes de 80 países junto Malala hicieran un llamamiento mundial a favor de una educación de calidad para todos los niños del mundo sin excepción alguna.
Que lejos estamos en México de esas aspiraciones tan significativas e imprescindibles para un verdadero avance en la convivencia humana. En nuestra patria se ha supeditado la educación a los intereses políticos de permanencia en el poder. La labor y vocación del verdadero maestro se ha rendido ante los designios de un sindicato poderoso que hace trueques electorales para mantener una estructura caduca de control magisterial que inhibe la prestación de un servicio público vital.
No es aventurado señalar que ésta descomposición política de inmoralidad, corrupción y abusos, se ha gestado en una educación cuya calidad o contenido sustantivo de capacitación y formación para una vida social integrada y útil en lo personal y colectivo, se ha trastocado para atender a simples cumplimientos de requisitos burocráticos para mantener una plaza magisterial aún a costa de destruir el sentido y la finalidad de la función docente.
En uno y otro sexenio, hasta nuestros días, en que se vuelve a insistir en lo mismo, se habla de reformas educativas que no están sustentadas en la autoridad moral de quienes las anuncian con bombo y platillo y la traicionan a la vuelta de los compromisos políticos de complicidad con intereses extraeducativos. Estos prevalecen por sobre “la calidad” que debe traducirse en libertad para adherirse a valores superiores de la convivencia, que queda cercada y rebasada por el prontísmo electoral.
Malala podría darnos lecciones desde la óptica del educando de lo que espera de sus mentores. Nunca en México ha habido un mínimo de respeto para esa visión que es la única de donde se desprende el valor que debe regir el proceso educativo. El destinatario, como lo afirma Malala, no es un objeto pasivo, sino un ser vivo que es un niño libre que espera se le aporte con el ejemplo de rectitud y honestidad del maestro, los elementos de formación para una vida en sociedad pensando que la superación propia es la superación de todos los miembros de una comunidad.
Décadas de deseducación en México patrocinadas por un sindicalismo servil a las ambiciones de los poderosos, deben ser sólo parte de un pasado vergonzoso que debe superarse. El espíritu de Malala tiene que impregnar esa misión educativa que le debemos a las nuevas generaciones. Sólo ello podrá garantizar el futuro y construir un mundo mejor para los que hasta hoy, sólo han sido usados para cubrir las apariencias sin incidir en la tarea común de un México libre y justo.
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