Prisas legislativas atropellan la justicia

Foto: Liberals Spain

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=Por Jesús González Schmal=

Desde la antigua Roma en la ley de la XII Tablas, que es el antecedente más directo del sistema occidental de la codificación del derecho, ya en la tabla VIII se comprendía el derecho penal al contener disposiciones delictivas que regulaban la proporcionalidad del “talión” para imponer lecciones (delitos graves) y tarifas de composición (delitos no graves o de menor importancia). Así mismo se fijó la diferencia entre dolo y culpa en los casos de incendios y sancionó con penas muy graves los delitos que afectan el interés público como el falso testimonio y la corrupción judicial. Desde entonces el Derecho Penal, no ha dejado de evolucionar para adaptarse a cada época.

Lo cierto es que la razón de ser de ésta rama del derecho, que le confiere a la autoridad de entonces, (Estado en nuestros tiempos), el ius puniendi, el derecho de punir, de castigar, incluso en algunos extremos hasta con la pena capital o pérdida de la vida; es la de proteger valores jurídicos de la persona y de la sociedad, que nadie impunemente puede violentar o transgredir. Desde luego el primero de estos valores reconocidos universalmente es el de la vida y la integridad física del ser humano.

El estado de derecho que tanto se menciona y llena la boca de los demagogos, es precisamente aquél en el que el gobierno del estado actúa con plenitud, poniendo el ejemplo del respeto de los derechos de todos los gobernados y presto a procurar justicia, es decir a someter al juez para el respectivo castigo o sanción, al individuo o grupo que atente contra los derechos de otro o de otros para que se restituya el orden jurídico quebrantado y se pueda cumplir la máxima de Ulpiano “de dar a cada quien lo que le corresponda”.

Es en esta función o tarea vital del gobierno del Estado, donde el Derecho Penal que describe el conjunto de las conductas prohibidas para cualquier ciudadano, incluyendo los que temporalmente desempeñan funciones públicas para que, “sobre aviso no haya engaño”, todos  cumplamos para que la convivencia se realice sobre la base del paradigma de que: “entre los pueblos,  como entre las naciones, el respeto al derecho ajenos es la paz”, como acertadamente Benito Juárez sintetizó el pensamiento kantiano.

Así, la labor del legislador cobra de inicio fundamental importancia, en tanto le corresponde las definiciones claras y precisas del catálogo de conductas prohibidas y, por consiguiente, susceptibles de ser sancionadas. En una segunda fase, corresponde la responsabilidad de procurar justicia, es decir capturar al infractor de ley al incurrir en las conductas prohibidas, a la autoridad administrativa para someterlo, en la tercera fase al arbitrio de un juez quién, respetando los principios de un juicio imparcial, escuche en defensa al acusado y con rigor al acusador que en la mayoría de los casos es el Ministerio Público el que, a su vez, debió concluir la investigación necesaria para probar los cargos.

Este esquema que parece tan sencillo, ha implicado una feroz lucha del hombre por la verdadera justicia. En nuestro país, hemos ido dando tumbos. La Constitución del 17, entre otros méritos tuvo el de organizar al Ministerio Público para hacerlo el factotum  en la procuración de justicia a fin de que investigado el caso sea presentado ante un juez asumiendo el papel del fiscal al acusar al presunto y, el juzgador a su vez, escuche a la defensa de éste para que tenga elementos para dilucidar si a quien se considera infractor de la ley, efectivamente lo sea y merezca la sanción respectiva.
Sin embargo, en el camino éste modelo se ha ido atrofiando y el Ministerio Público se ha venido desvirtuando al grado que de suyo, hace un prejuicio al tratar de satisfacer los requerimientos del juez quien a su vez, no pocas veces por comodidad o pereza, regresa la causa al Ministerio Público para que con los pocos recursos que tiene y la carga de asuntos que maneja, prácticamente haga el trabajo de instruir el proceso para que el juez con la aprehensión del presunto, se reduzca a darle unas pinceladas para sentenciarlo.
Frente a ésta perniciosa realidad, en la que se vive la incertidumbre de si la ley penal opera, si el Ministerio Público es apto y conoce su papel en el procedimiento y, si los jueces penales entienden bien su responsabilidad, se abstienen ó sobrepasan en su desempeño. Todo en conjunto empezando por su manifiesta falta de un auténtico sistema científico de investigación de los delitos, constituye un cuadro patético de permanente amenaza al ciudadano, cuando cae como víctima o indiciado  responsable,  en las redes de ésta maraña.
Por todo esto parecería encomiable que después de 50 años de intentos fallidos, al fin aparezca un Código Nacional de Procedimientos Penales para toda la República, en vez de los 33 que existen para cada uno de los Estados y la Federación. Lamentablemente la etapa legislativa adoleció de graves deficiencias al no haber oído experiencias ciudadanas de organismos como el del Centro de Derechos Humanos de las Mujeres de Chihuahua y otros similares para haber logrado un cuerpo legislativo a la medida de los tiempos. La diarrea legislativa de éste sexenio dejará la obra trunca, sino es que contraproducente.