Sacudir el árbol de la Iglesia: Jesús González Schmal

Jesús González Schmal

La renuncia de Joseph Ratzinger, al cargo de obispo de Roma y cabeza de la Iglesia Católica en el mundo es, sin duda, un hecho insólito sin precedente en la Historia contemporánea de la misma, pero si, previsto en su derecho interior y, por lo tanto, conducente y normal.

Es evidente que la decisión tuvo que tener un largo proceso de meditación en tanto causaría conmoción porque, sencillamente, es inusual que el Papa se retire de la altísima encomienda antes de que su vida concluya con la muerte. El acto por si mismo, tiene el enorme merito de una renuncia voluntaria pues seguramente, en la soledad de su oración intima, tomó la decisión para concluir que era el camino antes de inercialmente prolongar la estancia en una responsabilidad para la que ya no se tenían las aptitudes para asumirla a plenitud, y con el riesgo del servicio al bien de todos los fieles y hombres de buena voluntad.

Ratzinger se dio a conocer porque cumplió con el encargo del entonces sumo Pontífice Pablo VI para redactar la pastoral con las observaciones del Papa a lo que desde entonces, se llamó “teología de la liberación”. Su posición, lejos de una recriminación como muchos sin leerlo, lo calificaron, fue una invitación a la reflexión ya que la “opción preferencial por los pobres”, al final de cuentas adoptada por la Conferencia del Episcopado Latinoamericano de Medellín Colombia, está en las entrañas del Evangelio. No es por el método de la dialéctica del materialismo histórico de donde deber partir el compromiso cristiano hacia la reivindicación de los débiles y el cambio de estructuras socio-económichmalas, sino en la observancia de los principios evangélicos que no se han sabido cumplir a pesar de encontrarse reiteradamente en los textos de la Doctrina Social de la Iglesia.

Benedicto XVI contribuyo al mérito del Concilio Vaticano II al romper tradiciones maniqueas de la Iglesia, al lado de su antecesor Paulo VI, como teólogo de la Comisión para la Defensa de la Doctrina y de la Fe, reconoció el error en la condena a Galileo, así como la incomprensión y exclusión de Martín Lutero. Su posición frente a la guerra y extensionismo bélico norteamericano, fue inquebrantable en la condena y en la distancia a la seducción de Washington para ser respaldado en sus propuestas.

En el lado oscuro del balance está la lentitud, aunque no la inacción, respecto a la gangrena moral de la pederastia de muchos sacerdotes, empezando por el caso Maciel que nos ensucio como Iglesia mexicana y, cuyos efectos son todavía como en Irlanda, imposibles de conocer y medir. Afortunadamente está el contraste del ejemplo, rectitud y entrega de sacerdotes de impecable fidelidad a sus votos y de millones de católicos de buena fe y recta intención que, cotidianamente, intentan vivir con el valor profundo de un cristianismo verdadero.

La posibilidad de que Ratzinger hubiera tenido que renunciar por el peso y agobio de esa tragedia inesperada y que por oprobiosa y oculta no se revelaba, o no se quería ver en su horrible realidad es, sin duda, una posibilidad cierta que sumada a la edad y el estado de salud hizo insalvable el paso a la salida. Es evidente que un hombre que vive la intensidad de la fe y el estado de gracia que le permite enfrentar sin desasosiego el futuro, la decisión fue la mejor y más consecuente con el momento histórico de una Iglesia inserta en el mundo que, como tantas veces, demanda reencontrar el camino de su origen y su finalidad.

Quien puede dudar que hace falta una sacudida a todo “el árbol” de la Iglesia, no solo para hacer caer el fruto podrido sino para reiniciar los brotes de nuevas ramas, hojas, flores y frutos que renueven la frescura del mensaje de Cristo que se ha desgastado por las fallas humanas y pecados graves que lo hacen aparecer como antiguo o ineficaz para su único objetivo que es la fraternidad universal para la realización humana en lo temporal y lo trascendente.

Hora es de reencontrar el sentido y causalidad del amor inmenso de Dios en la encarnación de su hijo, para la confirmación de la paternidad común a partir de la decisión de la libertad personal, siempre como vocación humana apoyada por la palabra de la revelación inscrita en el Evangelio. La Iglesia no puede ser vencida por el mal que atenta contra su misión, el reto es la fidelidad a la Verdad, a la Justicia y al auténtico amor al prójimo.